
Los años no se detienen, solamente los recuerdos, en este caso los de la infancia, que van y vienen precisamente como la Navidad.
Algunos lectores seguro que se identificarán con este pequeño relato cuando lo lean.
Hoy día los niños no valoran los juguetes como en aquella década de los 50.
A lo largo del año son varias las ocasiones en las que los reciben: en cumpleaños, día del santo, visita a la feria, ir de compras con los padres, Reyes…
Tienen tantos que no saben con cuáles jugar. Si se rompe uno, tienen otros.
Antes solamente había un día para tal lujo, ¡el día de Reyes!, aunque siempre hay excepciones. No eran del material y calidad de los de ahora, sobre todo los que en mi casa se podían comprar, por ejemplo: un Pepón (que así se llamaba un muñeco grande de cartón) que me lo dejaron los Reyes colgado en la puerta del jardín, junto a un autobús de plástico color rojo para mi hermano. No le duró ni una semana, y optó por subirse en el muñeco y arrastrarlo como si de un coche se tratara, con lo cual en dos carreras dicho juguete adelgazó dejándolo sin barriga y posteriormente sin cara. Por supuesto me costó mis buenas sesiones de llanto, porque hasta la próxima Navidad no había más juguetes.
Y como dice un refrán “a falta de pan buenas son tortas”, jugábamos haciendo trenes con las cajas de cerillas, nos hacían carros con las palas de las chumberas y como eje se usaban cañas. También utilizábamos las tejas de alguna casa caída para hacer cunitas en las que los “niños” eran piedras que abrigábamos con hojas de una parra que teníamos en el patio y de la frondosa higuera que había en el huerto de mi vecino.
Mientras mecía la cunita, intentaba silenciar a las chicharras (cigarras).
Pero el recuerdo que tengo más patente, es el siguiente:
Tenía 5 años cuando aquella noche mágica, mi hermano y yo estábamos nerviosos esperando la llegada de tan generosos reyes, cuando dieron unos sonoros golpes en la puerta y a la vez el trotar de los camellos (mis tíos imitaron tales ruidos) el hecho nos hizo huir aterrorizados y escondernos bajo la cama llorando desconsoladamente.
Los supuestos reyes, ajenos a nuestro pánico, seguían golpeando la puerta y haciendo correr los “camellos”.
Tal susto fue recompensado por una preciosa muñeca de cartón.
No recuerdo cuánto tiempo jugué con ella, pero lo que nunca he olvidado es aquel día en que me percaté de lo sucia que estaba y me dispuse a lavarla, pero lo pensé mejor y la metí en un cubo de latón lleno de agua y la dejé en remojo toda la noche. Al día siguiente cuando fui a cogerla estaba hinchada y se me deshizo en las manos. Aún parece que oigo mi propio llanto.
Nunca olvidaré aquella imagen, aquellos trozos de cartón difíciles de reconstruir.
¡Cuánto he añorado mi muñeca de cartón!
Qué ingenua, pero a la vez maravillosa que es la infancia.
Algunos lectores seguro que se identificarán con este pequeño relato cuando lo lean.
Hoy día los niños no valoran los juguetes como en aquella década de los 50.
A lo largo del año son varias las ocasiones en las que los reciben: en cumpleaños, día del santo, visita a la feria, ir de compras con los padres, Reyes…
Tienen tantos que no saben con cuáles jugar. Si se rompe uno, tienen otros.
Antes solamente había un día para tal lujo, ¡el día de Reyes!, aunque siempre hay excepciones. No eran del material y calidad de los de ahora, sobre todo los que en mi casa se podían comprar, por ejemplo: un Pepón (que así se llamaba un muñeco grande de cartón) que me lo dejaron los Reyes colgado en la puerta del jardín, junto a un autobús de plástico color rojo para mi hermano. No le duró ni una semana, y optó por subirse en el muñeco y arrastrarlo como si de un coche se tratara, con lo cual en dos carreras dicho juguete adelgazó dejándolo sin barriga y posteriormente sin cara. Por supuesto me costó mis buenas sesiones de llanto, porque hasta la próxima Navidad no había más juguetes.
Y como dice un refrán “a falta de pan buenas son tortas”, jugábamos haciendo trenes con las cajas de cerillas, nos hacían carros con las palas de las chumberas y como eje se usaban cañas. También utilizábamos las tejas de alguna casa caída para hacer cunitas en las que los “niños” eran piedras que abrigábamos con hojas de una parra que teníamos en el patio y de la frondosa higuera que había en el huerto de mi vecino.
Mientras mecía la cunita, intentaba silenciar a las chicharras (cigarras).
Pero el recuerdo que tengo más patente, es el siguiente:
Tenía 5 años cuando aquella noche mágica, mi hermano y yo estábamos nerviosos esperando la llegada de tan generosos reyes, cuando dieron unos sonoros golpes en la puerta y a la vez el trotar de los camellos (mis tíos imitaron tales ruidos) el hecho nos hizo huir aterrorizados y escondernos bajo la cama llorando desconsoladamente.
Los supuestos reyes, ajenos a nuestro pánico, seguían golpeando la puerta y haciendo correr los “camellos”.
Tal susto fue recompensado por una preciosa muñeca de cartón.
No recuerdo cuánto tiempo jugué con ella, pero lo que nunca he olvidado es aquel día en que me percaté de lo sucia que estaba y me dispuse a lavarla, pero lo pensé mejor y la metí en un cubo de latón lleno de agua y la dejé en remojo toda la noche. Al día siguiente cuando fui a cogerla estaba hinchada y se me deshizo en las manos. Aún parece que oigo mi propio llanto.
Nunca olvidaré aquella imagen, aquellos trozos de cartón difíciles de reconstruir.
¡Cuánto he añorado mi muñeca de cartón!
Qué ingenua, pero a la vez maravillosa que es la infancia.
La noche de Reyes para los niños es el hechizo de la Navidad.
Mi muñeca de cartón, publicada en:
REVISTA DE LA “COFRADÍA PENITENCIAL Y SACRAMENTAL DE LA SAGRADA CENA”, DE VALLADOLID
Nº 85, NOVIEMBRE DE 2010
IMPRIME: SEVER-CUESTA. VALLADOLID
DEPÓSITO LEGAL: VA. 504-1987
Nº 85, NOVIEMBRE DE 2010
IMPRIME: SEVER-CUESTA. VALLADOLID
DEPÓSITO LEGAL: VA. 504-1987
Narrativa, página 9